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15 % de deforestación, un drama contra el que Antioquia lucha unida

Por Gustavo Ospina Zapata | Publicado el 12 de mayo de 2016, en El Colombiano

La suma de esfuerzos de la Gobernación de Antioquia, los municipios y las Corporaciones Autónomas Regionales para quebrar la tasa del 15 % que le aporta Antioquia al total de la deforestación del país, es apenas un paño de agua tibia frente a un fenómeno que no deja de crecer y arrasar con la geografía regional y nacional.

Así lo considera el ingeniero investigador Esteban Sánchez Dávila, quien siente que, fuera de reforestar e implementar programas de restauración, se hace muy poco por contrarrestar los fenómenos que causan el problema.

Recalca que en los últimos años Antioquia ha ocupado los primeros lugares entre los departamentos con mayor tasa de deforestación del país.

Del total de área deforestada en Colombia, que es de 140,356 hectáreas, Antioquia aporta 21.032, que representan el 14.98 % del total nacional.

“Considerando que es el departamento con mayor PIB, con las CARs más organizadas y responsables, el mayor número de estudios de sus bosques, el mayor número de grupos de investigación y ong preocupadas por la conservación, estas cifras indican la incapacidad de la sociedad para cuidar sus recursos naturales y hacer frente a problemas ambientales tan críticos como la pérdida de los bosques”, argumenta.

El investigador atribuye a la expansión de tierras ganaderas el factor más importante de deforestación a nivel departamental, pero aclara que un estudio reciente sobre la deforestación en el Oriente cercano (Valle de San Nicolás) muestra que la urbanización está generando altas tasas de deforestación en las zonas protectoras de los embalses de La Fe y Guatapé, “poniendo en riesgo la seguridad hídrica de la ciudad de Medellín”, que se abastece de esta zona.

El cambio climático, con los incendios forestales de los últimos tres años, ha causado efectos nefastos en regiones como Urabá.

El contrapeso: reforestar

Para contrarrestar este desastre, la Gobernación inició la campaña “Sembremos Antioquia”, un proyecto que pretende sembrar 40.000 nuevas plantas, cifra que por su insignificancia, ha recidido duras críticas por la magnitud del problema. La titular del Medio Ambiente, Lucy Arbey Rivera, lanzó la alerta por ese segundo lugar que ocupa Antioquia en el país en la cantidad de área deforestada. Reconoce que en “Antioquia, para combatir ese daño ambiental, deberíamos sembrar 13 millones 750 mil árboles”, precisó.

Pero para la Gobernación asumir este reto sola sería imposible, por lo que convocó a todas las entidades públicas y privadas a aportar en este ejercicio de reparar el daño ambiental. Los municipios deben jugar su papel activo para enfrentar este desastre.

Los municipios incluidos son Guarne, Marinilla, Jericó, Santa Bárbara, Belmira, El Bagre, Mutatá (resguardo indígena Mungodó); Arboletes, Sopetrán y Puerto Triunfo.

La idea es conseguir aliados estratégicos para una tarea interinstitucional, con el Tecnológico de Antioquia, las administraciones e instituciones educativas de los municipios participantes del proyecto; además de las corporaciones Corantioquia, Corpourabá, Cornare, y otras organizaciones comunitarias.

Paño de agua tibia

Para Sánchez Dávila, “40.000 árboles equivalen a 40 hectáreas reforestadas; esto no es nada frente a las 25.000 hectáreas que se pierden anualmente de bosque natural en Antioquia”, dice.

Luz Adriana Molina, subdirectora de Ecosistemas de Corantioquia, aclara que esta relación de número de árboles por hectárea no es tan milimétrica, dado que hay reforestación activa y pasiva.

La activa se da cuando hay planificación de siembra, con intereses comerciales, que siembra a tres metros por individuo. La pasiva -dice- está asociada a la compra de predios para cercarlos y evitar que entren la ganadería y otras actividades, y además se ayuda con siembras de individuos que ayuden a que otros individuos puedan crecer.

La minería en el Bajo Cauca y el Nordeste también arrasa bosques.

 

Corantioquia, según el Ideam, “concentra cerca del 11 % del total de la deforestación del país y para 2014 aumentó la superficie deforestada en 48 % respecto de 2013”, precisa el Ideam.

En los últimos cuatro años, esta corporación aportó la siembra y donación de 956 mil árboles para la sostenibilidad del territorio. Entre 2012 y 2015 se reforestaron 905 hectáreas, gracias a la siembra de 746.905 árboles de 128 especies diferentes.

Y tiene proyectado la siembra de otras 100 hectáreas por año, para un total de 400 hectáreas más en los próximos cuatro años, como meta mínima, aclara la señora Molina.

Lo proyectado es seguir con los planes de reforestación especialmente en las cuencas abastecedoras del recurso hídrico, en las declaradas áreas protegidas, con la recuperación de suelos degradados y el desarrollo de prácticas combinadas agroforestales y agrosilvopastoriles, “para mejorar la actividad productiva y la cobertura forestal en el territorio”, detalla. La inversión proyectada es de $500 millones por año.

Más esfuerzos

Actualmente, hay 90.000 hectáreas a de bosques plantados en Antioquia, pero anualmente se deforestan 25.000 ha, lo que hace ver casi nula la acción de control.

Los municipios que concentran el mayor porcentaje de deforestación en Antioquia son El Bagre, Remedios y Segovia, que están en la lista del los primeros doce a nivel nacional. Remedios tiene 2.110 ha y el 1,50 % nacional, con una deforestación acumulada de 39,81 %; El Bagre, 1.878 y el 1,34 % nacional, con un acumulado de 41,15 %; y Segovia 1.859 y el 1,32 %, con un acumulado de 42,48 %.

A la hora de establecer los factores que inciden en la deforestación, Antioquia es víctima de todos los elementos aportantes a este drama: la minería ilegal (muy fuerte en el Nordeste), la conversión a áreas agropecuarias, la tala ilegal, los incendios forestales y la deforestación asociada a cultivos ilícitos.

El director del Departamento Nacional de Planeación (DNP), Simón Gaviria Muñoz, reveló que el 58 % de la deforestación en Colombia se produjo en municipios en conflicto: “En los últimos 25 años en Colombia se han deforestado 5 millones de hectáreas, de las cuales 3 millones están en municipios de conflicto armado”, manifestó Gaviria.

En Antioquia, la localidad más afectada por este fenómeno es Remedios, junto San Vicente del Caguán (Caquetá) y La Uribe, La Macarena y Mesetas, Meta. En ellos, según Planeación, hay más de 3 hectáreas deforestadas por cada hectárea de coca sembrada.

Vanessa Paredes, directora de Corpourabá, que cubre municipios del Occidente, el Atrato y el Eje Bananero, afirma que “el cambio de usos del suelo para expansión agrícola y en las zonas determinadas en los POT como de conservación y de protección, además de la alta ilegalidad con el manejo de los productos forestales”, han incrementado el área deforestada en la región.

El contrapeso lo hace con programas como el BanCo2 -adaptado de Cornare-, con la siembra de 424 hectáreas para beneficio de 77 familias.

En Turbo y Necoclí se trabaja el proyecto piloto de identificación de árboles semilleros, con 108 hectáreas entre ambas poblaciones y para este año se tiene una meta inicial de reforestar 400 ha, abarcando un total de 898.

El problema es que reforestar no soluciona el problema. La prioridad debe ser la protección y conservación del bosque nativo, recalca el investigador Esteban Sánchez Dávila.

 

Un solo vuelo semanal recorre la ruta Leticia-Araracuara. Todo el que se ha enfermado alguna vez en ese rincón de la selva, que por años fue la cárcel más lúgubre de Colombia, sabe bien que el mejor día para hacerlo es el domingo, que es cuando el avión aterriza sobre la pista de piedra natural. El lunes es el peor.

José, un bogotano que huyó de la capital por una pena de amor hace 17 años, me dice que ahí, en Leticia, todos tienen una historia por contar. Tal vez sea cierto. Tal vez todos han huido de algo. De la selva. De la pobreza. De la violencia. Quizás de deudas no saldadas. Quién sabe cuántos, como él, de las penas de amor. La única razón justificable.

Mientras hacemos la fila de Satena, varias mujeres indígenas se acercan sumisas a Rodolfo, mi guía en este recorrido. Las mujeres quieren que lleve encargos a su parientes: unas chanclas negras, ropa, dinero. Entre su equipaje lleva un molino de maíz. Objetos que en la selva valen oro.

Los huitotos nos reciben en Araracuara: Vicente y Rogelio. Dos líderes del Consejo Regional Indígena del Medio Amazonas (Crima). Comemos danta en un kiosco. Son jóvenes, amables y de buen humor. Vicente cuenta que vivió en Bogotá varios años sin encontrarle sentido a su vida. Un día un “blanco”, Carlos Rodríguez, el director de Tropenbos, le dijo que le daba una beca para que se fuera a “mambear” con los viejos, a preguntarles por su cultura. Así fue como le dio la espalda a la ciudad y regresó a luchar por los pueblos indígenas.

Nos hospedamos en la casa de una de las familias Andoque, dueños de unas balsas mineras. El oficio lo aprendieron de un brasileño. Durante el mandato del presidente Pastrana, un grupo de brasileños aprovechó el desorden en la zona de despeje para entrar hasta esa parte del río Caquetá con sus balsas. Fue la primera bonanza de oro. Se fueron cuando entró el ejército. Sólo quedó uno. Los Andoque crearon una asociación de mineros en 2012 y solicitaron a la Agencia Nacional Minera el permiso para seguir con la actividad.

La conversación no avanza si no circula el ambil que cada uno guarda en tarritos de plástico. Es tabaco cocinado con sal de monte. Es, me ha explicado antes Vicente, para aclarar el pensamiento. Tampoco sin mambear coca, que todos guardan en tarros más anchos.

“El mambe da las palabras”, ha dicho antes Vicente.

Una de nuestras anfitrionas, resume el problema de la minería en cinco palabras: “Es buena, pero es mala”. Punto.

Es buena porque mueve la siempre estrecha economía local. Es una súbita fuente de empleo. Es mala porque los hombres se emborrachan con lo que ganan. Porque las niñas quedan embarazadas a destiempo. Es mala porque los precios de todos los productos suben. Las gallinas que antes valían $15.000 ahora cuestan $25.000.

Esa noche fuimos invitados a una maloca. Vicente nos guió por un caminito empantanado. Adentro nos esperaba un grupo de líderes indígenas. Habló primero el maloquero. Habló sobre educación. Sobre la pobreza de la región. Sobre las organizaciones que pasan y se van. Quiero que quede claro eso, decía. Que quede claro. Esa noche se habló sobre las caucherías, la coca, las tigrilladas y sobre minería. Esas bonanzas, esas obsesiones transitorias que sacuden toda la economía regional.

“Los Andoque no tienen la culpa”, dijo alguien en la oscuridad. Yo sólo veía la lumbre de los cigarrillos y siluetas oscuras. La idea era que la minería la practicaran y la controlaran las comunidades. Pero cuando rodó el rumor de que allí había pintas de oro comenzaron a llegar balsas de todas partes. Y el río se pobló con más de 40 casas flotantes.

Los niños de la escuela de Puerto Santander, en la otra orilla del río, no fueron a clases en la mañana del lunes. Organizaron una protesta. Un cartel decía: “Gobernador, necesitamos un sitio adecuado para educación”. Tienen razón. Es posiblemente una de las peores escuelas de Colombia.

Por una de las callecitas del pueblo nos sentamos a conversar con un indígena que trabajó en Parques Nacionales por casi 10 años: “Nunca he estado de acuerdo con la minería”, aclara, “pero me tocó aprovechar. Lo legal no genera plata aquí”.

Según sus cuentas, construir una balsa cuesta $80 millones. Un trabajador comienza como “manguerero” y en ese puesto se puede ganar $1’800.000 en promedio mensual. Al final de cada jornada de 20 horas, una “mandada”, como se dice en el argot minero, reciben un gramo de oro que pueden vender a unos $63.000. Una balsa antes podía sacar hasta 180 gramos de oro en un día. Hoy no pasan de 18 o 20 gramos. Cada balsa debía pagar un millón de pesos de impuesto a las comunidades. Pero no todas lo cumplieron.

Antes de embarcarnos rumbo a las comunidades de los miraña, los bora y los muinane, crucé unas palabras con Silvio Rojas, dueño del Almacén y Pesquería Araracuara, que ocupa una de las salas que antes fueron de la prisión. “Empezó la minería y se acabó en un 90% la pesca”, dijo. Antes les compraba a los pescadores unas 15 a 20 toneladas de pescado. Ahora escasamente llega a una.

Un par de horas después de partir llegamos a la comunidad de un viejo líder de la región. Nos invitó a su maloca. Luego llegó otro de los viejos vecinos. La conversación comenzó a animarse. Había rabia en sus palabras. Y también desencanto.

 

Medio Ambiente |28 Ago 2013

Oro, la última bonanza en el Amazonas

 

Unas 40 balsas navegan las aguas de la parte media del río en busca de oro, entre resguardos indígenas y parques nacionales. Uno de sus pobladores resume la situación: “La minería es buena, pero es mala”.

 

Balsa minera en el río Caqueta. Construir una balsa puede costar 80 millones.

Las jornadas de trabajo son de 20 horas. / Pablo Correa

—El Ejército viene a defender la soberanía y son los que dejan pasar la gasolina para las balsas.

—Hay un pensamiento fundamental entre los indígenas. No a la minería. Pero hay una fuerza mayor. La plata es la que manda.

—Llevo 30 años bregando con eso de que nuestro territorio es imprescriptible, inajenable e inembargable. Pero luego es el Estado el que permite todo.

—Los muchachos se van para las balsas por necesidad.

—No todo ha sido malo. Lo bueno es la situación económica. El que menos ganó, salió con 7 o 10 millones de pesos.

—La minería es como el parásito dentro del estómago. Toca vivir con él. Me alimento yo y me toca alimentarlo a él.

Colgamos las hamacas y los viejos se quedaron cuchicheando, chupando ambil y mambeando coca hasta la madrugada.

En la mañana retomamos nuestro rumbo a La Pedrera. Contactamos a un balsero que nos dijo: “A los indios nos echan la culpa de que entró la minería. Pero es una gran mentira. Todos los motores pasan por las narices del comandante del Ejército”. Como maestro comunitario se ganaba en 2004 unos $600.000 al mes. Es lo que gana en una balsa a la semana.

Río abajo nos acercamos a una balsa. Habló primero el motorista. Y nos hizo la seña para saltar a bordo. Le expliqué al administrador, un paisano, el motivo del viaje. “El Gobierno dice que es ilegal pero para nosotros no es ilegal. Es para vestir y alimentar a nuestros hijos”.

Mientras hablamos el ruido del motor ensordecía. Bajo nuestros pies un tubo de hierro de 150 kilos revolcaba el lecho del río. En la punta una manguera succiona agua y una arenilla que llaman esmeril. El torrente de agua baja por una “caja” tapizada con una tela negra que atrapa el polvillo de oro mezclados con arenilla. Al final del día lavan los tapetes, juntan el barro y lo lavan y con dos tapitas de mercurio ayudan a fijarlo al fondo de un recipiente.

Creo comenzar a entender eso de que la minería es buena y es mala. Nos despedimos del balsero y seguimos rumbo a la Pedrera. Faltan tres días de viaje.

Entramos al territorio del Pani, la otra organización indígena de la zona. Allí viven los miraña y los bora. Uno de los líderes nos hospedó en su casa. Era un hombre muy sencillo y risueño. Descamisado. Cuando cayó la noche pasamos al cuarto donde estaba la estufa y en el piso estaban servidos unos platos plásticos de colores con pescado en un caldo transparente.

Cuando todos se fueron y quedamos sólo tres, el hombre más sencillo del mundo comenzó a convertirse, palabra tras palabra, en el más lúcido. Habló sobre el Estado colombiano mejor que cualquier ministro. Habló sobre los problemas del desarrollo mejor que el mejor de los economistas. Habló sobre la naturaleza mejor que cualquier ambientalista.

El tiempo que le dejan la chagra, la pesca y la caza, lo dedica a la política. Desde que su mamá le dijo a los 6 o 7 años que aprendiera el idioma de los blancos para que hablara por ellos, se ha dedicado a eso con fervor. Con los otros líderes del Pani, y de la mano de Parques Nacionales y otras organizaciones ambientales, trabajan en la búsqueda de alternativas económicas para que algún día la región escape de una economía que alterna la pobreza con las bonanzas.

En el camino nos cruzamos con un grupo de cinco hombres, una mujer y un niño, todos del Pani. Tenían miedo, pero lo ocultaban tras unos rostros duros y serios. El pasado 8 de agosto, en una reunión con representantes de Parques Nacionale, Corpoamazonía, Presidendia y el Ministerio del Interior, habían acordado darle la espalda a la minería a cambio de diseñar proyectos productivos y que generen empleo para la comunidad. Ese día iban parando, balsa por balsa, anunciando a los mineros la decisión de que ya no eran bienvenidos en su territorio. Ahora que cumplieron su palabra esperan que el gobierno cumpla la suya.

Una de las últimas paradas fue en la casa de otro viejo maloquero. La vida le alcanzó para ver todas las bonanzas. Desde las caucherías hasta la bonanza de ONG e investigadores. Fue el principal promotor de la creación del Parque Nacional Cahuinarí. Su maloca está arruinada por la lluvia, el viento y el descuido. Tenía un aspecto triste esa maloca. “Mi política siempre fue la conservación”, dijo, “pero me cansé de ver las necesidades de las personas”.

Las palabras del viejo, el primero que negoció con los balseros, resuenan en mi cabeza el resto del viaje. Han pasado más de 25 años desde que el viejo ayudó a declarar el Parque Nacional Cahuinarí, ayudó a cuidar las playas en las que desovan las tortugas charapas, y la pobreza a su alrededor sigue teniendo la misma cara. Era obvio que se iba a cansar de esperar.

Una tormenta sobre el río nos despide empapados de esa vorágine verde. Es domingo.

pcorrea@elespectador.com

 

 

Por: Pablo Correa
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