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Así se entrenan los astronautas del futuro

Ángela Posada, periodista Colombiana, narra el arduo adiestramiento de quienes van al espacio.

 

En la película Gravedad, Sandra Bullock estira los brazos y trata desesperadamente de asirse a una saliente del módulo Zarya de la Estación Espacial Internacional. En el vacío del espacio, su cuerpo da tumbos como una muñeca de trapo suspendida bajo el agua. Al no haber aire que genere resistencia contra sus movimientos, sus piernas fustigan el entorno sin avanzar un centímetro. Es una sensación increíblemente frustrante. Y es idéntica a la que yo misma he vivido en cuatro vuelos a bordo del avión simulador de microgravedad KC-135A (el ‘Cometa del vómito’) y en ejercicios de realidad virtual en el Centro Espacial Johnson, durante una serie de visitas para cubrir el riguroso y efectivo entrenamiento de un astronauta.

 

Porque en la Nasa, cualquier cosa asociada con los vuelos espaciales que pueda ser simulada lo es. Desde los sistemas de maniobras orbitales de una cápsula hasta el WCS (Waste Collection System), es decir, el baño. Especialmente el baño. “No me importa si no aprenden a reparar el sistema eléctrico o el de comunicaciones. Pero si uno de ustedes no domina el uso del WCS, juro que lo dejo allá arriba”, amenazó un conocido comandante de transbordador espacial a su tripulación.

 

La historia de la preparación de un astronauta comenzó el día en que la Nasa recibió órdenes de seleccionar siete veteranos pilotos militares para el proyecto Mercury, en 1959, el primer programa espacial tripulado estadounidense. Esos siete hombres fueron escogidos a dedo, después de pasar por una clase de exámenes físicos y mentales que fueron inmortalizados tanto en su propio libro, Nosotros siete, como en el popular Elegidos para la gloria, de Tom Wolfe.

 

En ese entonces no se sabía nada sobre los efectos que el espacio podría tener en el cuerpo humano, y se enfatizaba en un entrenamiento centrado en dos partes: adquirir una enorme resistencia física y dominar las complejidades de la aviación en todas sus formas. Un piloto de pruebas o de cazabombardero era, pues, un candidato ideal.

 

Hoy sabemos que la falta de gravedad por espacios prolongados de tiempo causa pérdida de masa ósea y muscular, aumenta el riesgo de cálculos de riñón, altera el ritmo cardíaco, hace que la sangre se suba a la cabeza y genera cambios en el sistema neurovestibular (el sentido del equilibrio). Pero son cambios que cualquier persona sana puede tolerar, y que se revierten al regresar a tierra. Por eso, ahora los astronautas provienen de toda clase de trasfondos, aunque siguen necesitándose aviadores con miles de horas de experiencia. Pero ya que tenemos un laboratorio en órbita –la Estación Espacial Internacional, a la que llevamos visitando hace 10 años– y que los vuelos de larga duración (seis meses como mínimo) permiten hacer variados experimentos científicos, son necesarios expertos en varias disciplinas. Hay astronautas médicos, biólogos, toda la gama de ingenieros y hasta los ha habido veterinarios.

 

Por ejemplo, entre los últimos ocho candidatos a astronautas seleccionados entre 6.100 aspirantes por la Nasa hace pocos meses hay un físico, una oceanógrafa, una meteoróloga, un médico y cuatro pilotos militares. No obstante sus grados académicos previos, estos candidatos tienen que someterse a un entrenamiento de dos años antes de ser considerados oficialmente como astronautas. Y desde que son aceptados como aspirantes hasta que reciben su primera asignación para volar a la Estación Espacial Internacional pueden pasar 8 años de espera y un riguroso entrenamiento.

 

Ese aprendizaje comienza con intensas sesiones de clase donde los candidatos absorben los complejos sistemas de la Estación Espacial y las naves que se usan para ir hasta ella: la cápsula rusa Soyuz, la cápsula Orión (en construcción aún) y los vehículos no tripulados privados y de otras agencias espaciales que acarrean carga rutinariamente de forma automatizada.

 

Anteriormente se estudiaban los sistemas del famoso Transbordador Espacial (shuttle), pero este fue puesto fuera de servicio en el 2011 al cabo de 30 años de brillantes logros en órbita. Por eso, mientras las nuevas cápsulas (no hechas por la Nasa, sino por contratistas privados como Boeing y SpaceX) salen de la fábrica –dentro de los próximos tres a cuatro años–, los astronautas estadounidenses pagan 70 millones de dólares por persona a los rusos por el ‘servicio de taxi’ hasta la Estación Espacial Internacional.

 

Fuera del salón de clase los candidatos deben completar un entrenamiento militar de supervivencia en el agua y en tierra en preparación para un aterrizaje no planeado, o un aborto de lanzamiento antes de alcanzar órbita. Este entrenamiento requiere que obtengan su cualificación en buceo scuba y que pasen un examen de natación (deben recorrer a nado una piscina de 25 metros sin detenerse, vestidos con el traje de presión que usarán durante su lanzamiento y, luego, mantenerse a flote durante diez minutos seguidos –una maniobra difícil, porque el aparatoso traje naranja se convierte en un peso muerto–).

Una vez pasen todas las pruebas de los primeros dos años básicos, y se gradúen como astronautas, es cuando comienza el entrenamiento “en serio”. Durante esta fase, los novatos trabajan con astronautas veteranos, que les sirven de mentores. El objetivo de esta relación es que los ‘nuevos’ aprendan al dedillo todos los aspectos prácticos relacionados con prelanzamiento, lanzamiento, órbita, reentrada a la atmósfera y aterrizaje.

 

Finalmente, los nuevos astronautas reciben su primera misión. Los pilotos, ingenieros de vuelo y comandantes se encargarán de la cápsula, sus maniobras en el espacio y el acoplamiento con la estación, mientras que los demás serán “especialistas de misión”. Es decir, recibirán una serie de tareas especializadas, que pueden ir desde desplegar un satélite hasta reparar algún componente de la estación, o encargarse de los cientos de experimentos científicos a bordo.

 

Al mismo tiempo, todos deberán estar aprendiendo ruso (los cosmonautas son un importante componente de las tripulaciones en la Estación Espacial Internacional) y pasar unas cuantas semanas en el Centro Gagarin, en Star City, en las afueras de Moscú, entendiendo los sistemas espaciales de la cápsula Soyuz, su ‘taxi’ espacial.

 

La fase final del entrenamiento en preparación a la misión asignada dura poco menos de un año y está diseñada para enfocarse exclusivamente en las actividades, ejercicios y experimentos específicos a esa misión. Si esa actividad involucra una “caminata espacial”, entonces deben entrenar en la gigantesca piscina conocida como Laboratorio de Flotabilidad Neutral, en el Centro Espacial Johnson, en Houston. Esa piscina tiene réplicas de trozos a escala de la Estación Espacial Internacional, y como flotar en el agua es la mejor simulación que tenemos de estar en el espacio, es un sitio ideal para entender cómo comportarse en esa ingravidez. Aquí se practica también cómo remolcar a un compañero inconsciente o qué hacer si el traje espacial presenta un goteo de aire. Ese entrenamiento le salvó la vida hace poco al italiano Luca Parmitano.

 

“El entrenamiento en la piscina es el que más esfuerzo físico exige”, escribe Mike Mullane, veterano de tres vuelos en el transbordador, en su simpático libro Riding Rockets. “El traje está presurizado hasta la consistencia del hierro. Por eso, los movimientos más simples te dejan exhausto y causan laceraciones en las coyunturas. Y aunque el traje tiene una flotabilidad neutra (ni se hunde ni flota), el cuerpo que está adentro no la tiene. Entonces, cuando había que trabajar cabeza abajo, yo me escurría y mis hombros quedaban lacerados contra el anillo del collar”.

 

Ese problema, por ejemplo, no lo tuvieron los siete primeros astronautas del Programa Mercury. Para ellos las cosas eran más primitivas e inciertas. Su proceso de selección se basaba más en cuál podría sobrevivir a los rigores desconocidos del espacio. Inolvidable en el libro de Wolfe es la competencia entre estos siete aviadores militares por ver quién tenía mayor capacidad pulmonar. “Había que soplar por entre un tubo y la idea era ver cuánto uno podía aguantar –recuerda Scott Carpenter–. El récord eran 94 segundos. 

 

Cuando quedé sin aire, vi que había soplado durante 171 segundos. ¡Bueno! Eso demuestra lo que uno puede hacer cuando está motivado. Y vaya si yo lo estaba”. Luego estaba ‘La caja para idiotas’, descrita por Alan Shepard como un aparato lleno de luces y timbres que había que apagar sin desesperarse, en un tiempo récord, y que iba aumentando de velocidad. “El objetivo era enloquecernos y medir nuestros reflejos y autocontrol”.

 

Las evaluaciones psiquiátricas también han variado dramáticamente desde entonces. John Glenn, otro de los ‘siete’, describe uno de esos exámenes: “Tenía 600 preguntas sobre personalidad, donde los doctores nos escudriñaban el cerebro para saber qué tipo de personas éramos. En una sección del test nos pedían completar la pregunta ‘¿quién soy yo?’ 20 veces, con una respuesta distinta. Las primeras eran fáciles: soy un hombre, soy un marine, soy un aviador, soy un esposo; después se ponía difícil pensar qué más era uno”.

 

Los requerimientos de hoy

 

Hoy lo que se busca en un astronauta es la capacidad de trabajar en equipo, ser flexible, tolerar diferencias, aprender a desviar conflictos, y evitar la desmotivación. Entonces, no solo se escogen personas con esas características, sino que las tripulaciones de cada misión se calibran cuidadosamente para tener en cuenta su compatibilidad personal. Por lo general funciona a las mil maravillas. Es la parte cultural la que no siempre funciona.

 

Fue lo que le sucedió a Jerry Linenger, el médico epidemiólogo, capitán de la Marina y astronauta que pasó cinco complicados meses a bordo de la estación rusa Mir, y quien sobrevivió al peor incendio hasta ahora visto en órbita y a fallas en los sistemas de oxígeno y refrigeración del laboratorio.

 

Entre el idioma, la comida, la forma de hacer las cosas y las enormes diferencias culturales, vivió días sumamente difíciles. Una tarde hace años me senté a conversar con él después de su retiro de la Nasa, en 1998. “Para nosotros, los astronautas que fuimos parte de las primeras misiones en conjunto con los cosmonautas rusos, el nuevo ingrediente de entrenamiento fue aprender el idioma”, recuerda Linenger. “Y claro, había que entrenar en el Centro Gagarin. Eso suponía sumergirse en otra cultura y aprender a comer lo mismo que ellos, y a entender esa otra forma de ser. Pero lo que más me costó fue la falta de materiales escritos. Todo el material nos lo presentaban oralmente. La falta de papel en el pasado, y de copiadoras en el presente, significaron una carencia de materiales de entrenamiento publicados. Fue muy duro aprender sistemas espaciales y de la Soyuz a través de conferencias entregadas en ruso después de un exhaustivo día de entrenamiento físico. Esas tardes, entre las 4 y las 6, era cuando me preguntaba ‘qué demonios estoy haciendo aquí’ ”.

 

Cámara hipobárica

No obstante sus dificultades con el idioma, Linenger y sus dos compañeros rusos capotearon el incendio a bordo de la Mir gracias a su entrenamiento. Porque, en el espacio, establecer rutinas es lo que ayuda a guiar lo que uno hace en una emergencia.

 

Eso lo aprendí bien durante mis pruebas en la cámara hipobárica, un simulador donde se realizan tests de despresurización súbita a alturas de 35.000 pies. La cámara es básicamente un gran contenedor metálico con estaciones individuales para el manejo de oxígeno. Uno se sienta en su estación, se coloca el equipo de oxígeno réplica del de un piloto de jet y respira tranquilamente durante unos 40 minutos. Mientras tanto, el recinto va siendo despresurizado, y un técnico sentado afuera va leyendo la creciente altura simulada. Al llegar a los 35.000 pies, se nos pide que nos quitemos las máscaras y que respiremos el aire enrarecido de esa altura, mientras nos exigen completar una serie de ejercicios escritos sencillos.

 

Cada persona tiene síntomas diferentes ante la falta de oxígeno, y esos son los síntomas que uno debe reconocer inmediatamente en caso de despresurización súbita, para entonces buscar una máscara de oxígeno sin necesidad de que nadie le diga lo que tiene que hacer. Los efectos del escaso flujo de este gas en el cerebro comienzan más o menos al minuto. En los cuatro y medio minutos que permanecí sin la mascarilla, pasé de un dolor de cabeza súbito a una confusión sobre cómo conectar los puntos de un dibujo, una risa bobalicona sin motivo aparente y pérdida de visión periférica, es decir, visión túnel. Ahora sé que mi primera señal de alarma es ese dolor de cabeza.

 

Ese examen nos certificó para el paso siguiente: volar en el mítico ‘Cometa del vómito’, un instrumento que puede ser fuente de dicha o pánico. Se trata de un Boeing 707 modificado –desde hace un par de años se usa otro avión más pequeño– al cual le han sacado las sillas y la armazón interior, dejando solo un tubo acolchonado en su interior. El avión realiza una serie de 40 o más parábolas (como dibujando arcos en el cielo), ascendiendo en ángulo de 45 grados y clavándose hacia el Golfo de México con la misma inclinación.

 

En el momento en que el aparato llega a la cúspide de cada parábola, la trayectoria de vuelo es idéntica a la atracción ejercida por la gravedad. Y entonces se producen unos preciosos 30 segundos de ingravidez, que son aprovechados intensamente para probar materiales, procesos, experimentos y el estómago de quienes están destinados al espacio. Al final del clavado, el piloto hala los controles, subiendo la nariz del avión y saliendo disparado hacia las nubes, sometiendo a todo el mundo a una hipergravedad de 2G, antes de iniciar la segunda maniobra. Y así sucesivamente.

“Odio ese avión con todo mi corazón, pero durante esos vuelos me decía que primero muerto que quedar mal (el credo de los pilotos militares), especialmente enfrente de Judy Resnik y Anna Fisher, que daban volteretas alegremente como si nada”, escribe Mike Mullane en Riding Rockets. Por alguna razón algunas mujeres tendemos a salir mejor paradas de los vuelos parabólicos, como pude constatar con alivio en mis cuatro viajes, uno de los cuales incluyó amarrarme a la silla detrás del copiloto para entender lo que sucedía dentro de la cabina de mando –y eso sí que es un horror: es como vivir un desastre aéreo docenas de veces, con final feliz–.

 

El nuevo ingrediente de las lecciones modernas para los astronautas es la exploración planetaria y de asteroides. Para ello hay que trabajar en ambientes lo más similares posibles a esos otros mundos: el fondo del mar, las tripas de una cueva, un desierto disecado, etc. Los objetivos para este año incluyen aprender a hacer mapas topográficos, monitoreo de flujo de aire, temperatura y humedad; tomar muestras geológicas, biológicas y microbianas, y contribuir con investigaciones sobre protección planetaria.

La Agencia Espacial Europea tiene un nuevo curso de entrenamiento llamado Caves. Y consiste en enviar a una tripulación de astronautas al fondo de una cueva en Cerdeña, con una lista de experimentos científicos por completar. A lo largo de una semana, habrán de saborear el aislamiento, el peligro, la compatibilidad y el proceso de toma de decisiones que habrán de enfrentar en el espacio. Por su parte, la Nasa tuvo hasta hace poco las misiones Neemo, donde la semana transcurría en un laboratorio submarino en los cayos de la Florida.

Turistas, ¡a entrenarse!

Con la llegada inminente del turismo espacial, la gente común y corriente va a necesitar también entrenamiento. Y los médicos que certifiquen al pasajero tendrán que pensar en los efectos de un vuelo extraterrestre sobre el cuerpo. Y hacerse por primera vez preguntas como ¿puede mi paciente con un marcapasos participar en un vuelo suborbital de Virgin Galactic?, ¿cómo responderá mi paciente a la falta de gravedad?, ¿qué recetarle para el mareo o el deterioro muscular?, ¿podrá mi paciente de 65 años con osteoporosis viajar durante dos semanas a un hotel orbital?, ¿es sabio dejar que mi paciente con historia familiar de cáncer se exponga a la radiación espacial?

 

El espacio es incómodo. Se trabaja en lugares confinados. Con privacidad mínima y difíciles retos para la higiene. Está plagado de problemas técnicos. Pero es el escenario de nuestros futuros trabajo, vivienda y recreación. Practicar y saber qué esperar es la única forma de comenzar a adaptarnos a este nuevo océano. Las agencias espaciales lo han estado haciendo desde hace décadas y, como dice Mullane, “ninguna tripulación de astronautas se ha perdido y ninguna misión ha fallado por mal entrenamiento”.

El baño, de lo más memorable

Además del avión simulador de microgravedad, la experiencia de entrenamiento más memorable de todas en la Nasa para mí y para muchos astronautas fue el simulador del ‘toilet’. La cuestión es básicamente una aspiradora tan fuerte que las partes de la anatomía que están mal colocadas sufren el peligro de desprenderse. Para el ‘número 2’ hay que sentarse de tal manera que los pies estén encajados en correas, y el trasero quede perfectamente bien alineado con el agujero succionador.

 

Para esto, la Nasa creó un sistema que imita el del acoplamiento de dos naves espaciales: una cámara de TV enfoca las nalgas, las cuales uno ve en un monitor colocado enfrente, con un punto de mira idéntico al de un bombardero. La idea, pues, es colocarse justo en medio de ese punto de mira, y luego accionar el succionador antes de dejar caer las bombas.

 

ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
Para cubrir el entrenamiento de los astronautas, esta reconocida periodista colombiana especializada en ciencia ha hecho cuatro vuelos a bordo del avión simulador de microgravedad KC-135A y ejercicios de realidad virtual en el Centro Espacial Johnson

NO AL ABORTO SI A LA ADOPCIÓN Y A LA ANTICONCEPCIÓN

 

Es cierto que hay libertad de conciencia pero también es muy importante defender el derecho a la vida.

 

Además muchas madres que han abortado sienten después depresión y remordimiento después de haberlo hecho.

 

Es más recomendable dar en adopción a los hijos no deseados, pues los padres adoptivos pueden brindarle el afecto y lo demás necesario para su desarrollo y crecimiento.

Solamente se debe permitir el aborto en el caso de que peligre la vida de la madre, del feto o de ambos.

 

No es buena la clonación de embriones o hacer ciencia con los embriones pues se les está vulnerando el derecho a la vida o a la salud. Es preferible la clonación de células, tejidos u órganos y la investigación con ellos.

El aborto no es el problema de fondo. Es la falta de oportunidades y la falta de equidad (dar a cada quien lo que le corresponde y es justo) y el machismo y el feminismo que son radicales y fanáticos, no son asertivos. Además, urgen políticas de salud sexual, reproductiva y de anticoncepción para cuidar a las personas y al planeta.

 

 

 

 

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